Déjame vivir en soledad este
dolor. El dolor de la partida, del decir adiós para nunca más volver a ver. El
dolor de dejar de sentir tu presencia en mi habitación, en el comedor, en la
sala, en el coche. El dolor de no saber a quién recurrir cuando necesito un
consejo aventurado, una llamada de atención o un hombre sobre quien derramar
mis lágrimas.
Sí, permíteme contemplar el vacío
que deja tu ausencia. Ausencia que no había descubierto ya que aún pensaba
escucharte por los pasillos, verte por las estancias de la casa, sentirte
postrado en la cama en tus últimos momentos. Después de todo, aunque ya lo
sabía, ayer comprendí, aunque no del todo, que ya no estarías aquí, conmigo,
con nosotros.
Por favor, déjame acariciar la
esperanza de que no todo acaba aquí. Que no es un adiós definitivo y que mañana
habrá un “bienvenida a casa”. La esperanza de creer que no todo acaba con la
muerte, que no todo se remite a un recuerdo que puede o no permanecer. Que hay
alguien que es más misericordioso que todos nosotros; un alguien que será capaz
de mostrarte su rostro de amor y compasión.
Déjame solo, pero no te vayas muy
lejos porque estaré llorando y necesitaré a alguien a mi lado. Y no hará falta
que digas nada, tan solo que estés. Estés allí conmigo. Que me sostengas cuando
me veas caer, que me levantes cuando ya no pueda más en estos días, que me de
la sensación de seguridad, de compañía, de presencia. Por eso, quédate conmigo,
pero permíteme vivir, vivir este dolor. Mañana lo entenderás.
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